POR LOS CLAVOS DE CHET
Recuerdo perfectamente la madrugada del 13 de mayo de 1988, en la que Chet Baker cayó por una ventana, porque yo dormía en un colchón inflable aproximadamente a 2.468 kms del Prins Hendrik Hotel. De madrugada oí un golpe. El que pronto sería mi suegro se había abierto la cabeza con un estante lleno de libros. Lo curamos en el cuarto de baño, ventanas no había.
Amsterdam no es mal sitio para morir, pienso ahora. Pero, ¿quién puede desear morir en plena primavera cuando todo rezuma vida, cuando los vencejos destronan a los murciélagos y la luz alarga la mano para acariciarnos la espalda?
Encontraron a Baker en la acera con un clavo en la mano. El clavo que sostenía el pasante que cerraba la ventana de la 210. Motivos para querer morir tenemos todos, pero me da que aquella noche él sólo tenía frío. O calor, en mayo nunca se sabe. Por la mañana me puse un vestido ligero y eché un jersey al bolso por si acaso. Mi madre insistió en que un traje de chaqueta blanco era más apropiado. Encontraron drogas en su sangre. Si alguien hubiese analizado mis bolsillos habría encontrado una flor diminuta arrancada de un seto de los juzgados de Cádiz. Supongo que vivía, como todos, en un dulce y casi sensato almost blue intermitente.
Recuerdo perfectamente la madrugada en la que Chet Baker cayó por aquella ventana porque todas las camas de la casa estaban ocupadas y tuvimos que dormir en un colchón inflable que alguien nos prestó. Yo, dormir, dormí poco. Por la mañana me pinté los labios de rojo y me casé vestida de negro.