lo que esconde un flequillo (décimo aniversario de la muerte de agota kristof)

(Agota Kristof, 30 octubre 1935 - 27 julio 2011)


Nada como pasar la yema de los dedos por el título de un libro. Paso el dedo por "Ayer" varias veces. Envidio los títulos ajenos.

Me acuerdo de El hierro, de la isla. Aprendí hace tiempo que hay que viajar con un solo libro. Me llevé el más gordo. "Claus y Lucas" son las tres primeras novelas de Kristof en un solo tomo. Pensaba que me durarían toda la semana, pero acabé con él la primera tarde. No necesité más, esos dos hermanos se te quedan agarrados a la sangre durante días. Después vino "La analfabeta", un manual de instrucciones para escritores en ciernes y para algunos consagrados que sólo saben mentir. Porque si Agota Kristof me ha enseñado algo, es a no mentir.

Hace tiempo leí una entrevista donde contaba con una frialdad pasmosa que no entendía por qué tuvo que huir de su país, Hungría, sólo porque a su marido iban a encarcelarlo. Que no entendía por qué tuvo que sacrificarse ella (vivir en suiza, trabajar en una fábrica, aprender un idioma odioso, dice), sólo porque su marido no quería pasar quince años en la cárcel. Y lo dice con ese inocente flequillo sobre los ojos mientras te ofrece pastitas de té. Y no creo que sea mala, y no sé si es del todo sincera ni si la sinceridad está sobrevalorada, pero a mí me fascinó su inocente egoísmo.

"No importa" es otro título que le envidio. No suelo creer que lo que escriben otros sea autobiográfico, pero en el caso de Kristof me cuesta pensar que no lo sea. Ahora "Ayer". Despiadado, no encuentro otra palabra.

Ojito con Agota Kristof, ojito con esta santa señora de aspecto inofensivo porque puede clavarte un cuchillo entre las cejas sin que te des cuenta. Eso sí, tiene de bueno que nunca te matará por la espalda. Algo es algo.

(Publicado en Manual de Uso nº9, marzo 2011.)

cumpián lee me muero

Paco Cumpián me escribe desde Chaouen.
No soporto el verano, pero así, con tanto amor, me encanta.


Leído me muero de I. Bono.

Se mete uno, mientras lo lee, en una casa en donde, como en las películas de Tarskovsky, la lluvia cae dentro, dejando charcos sobre la mesa y en el interior de los armarios; en donde la niebla sube desde el suelo de la cocina y hay árboles en la habitación vacía. Uno cree ir conociendo, a medida que avanza en la lectura, la casa de Isabel Bono, la terraza que en los días felices se llena de la luz de la diez de la mañana y hay que barrerla porque sobre ella han caído las hojas; la ventana del cuarto de baño por donde se cuela el sol posándose sobre los azulejos húmedos, la cocina convertida en túnel de lavado, los insectos equilibristas que descienden por el cable del flexo.

La casa tomada, a veces, por los muertos que espían en la ducha, que susurran nuestros nombres y se orinan en los paragüeros; la casa vacía y de pronto llena de sombras que nos obligan a cerrar los ojos cuando nos peinamos frente al espejo.

La casa de Isabel Bono, con su mesa en el centro de todo, donde solo queda un rayo de luz sobre la libreta abierta, una taza fría y unas migas de pan tostado que ignoran la muerte. La casa con sus ventanas abiertas para mirar por ellas un exterior de cielos limpios, viejos cuarteles ruinosos y palmeras muertas; para mirar y sentir cómo se oxida nuestra mirada sobre las cosas que nos rodean.

Se mete uno, mientras lo lee, en el andén aquietado por la luz, a la espera del tren de cercanías, para poder así mirar a través de los cristales tintados de sus ventanillas la calma lenta y limpia de la vida. O para inventar historias mientras se viaja, porque necesitamos historias. Pero en ese tren de cercanías viaja también el dolor, el dolor que desconoce nuestros nombres y coloca sanguijuelas en la espalda.

De vuelta a casa, tras sacudirnos la lluvia, creemos ver al fondo, sentada a la mesa, a Isabel Bono que, con un dedo mojado en leche, escribe sobre el mantel, el poema y su reverso, la luz y el desasosiego de estar vivos.

A Isabel Bono, la que, cuando está fuera y lejos, piensa en su casa vacía, la que sabe que en el centro del universo hay una boca soñada, la que no tiene miedo de la inmovilidad ni del silencio, la que no quiere ser nadie, la que no quiere ser nada.