Paco Cumpián me escribe desde Chaouen.
No soporto el verano, pero así, con tanto amor, me encanta.
Leído me muero de I. Bono.
Se mete uno, mientras lo lee, en una casa en donde, como en las
películas de Tarskovsky, la lluvia cae dentro, dejando charcos sobre la mesa y en el interior
de los armarios; en donde la niebla sube desde el suelo de la cocina y hay árboles en la
habitación vacía. Uno cree ir conociendo, a medida que avanza en la lectura, la casa de Isabel
Bono, la terraza que en los días felices se llena de la luz de la diez de la mañana y hay que
barrerla porque sobre ella han caído las hojas; la ventana del cuarto de baño por donde se
cuela el sol posándose sobre los azulejos húmedos, la cocina convertida en túnel de lavado,
los insectos equilibristas que descienden por el cable del flexo.
La casa tomada, a veces, por
los muertos que espían en la ducha, que susurran nuestros nombres y se orinan en los
paragüeros; la casa vacía y de pronto llena de sombras que nos obligan a cerrar los ojos
cuando nos peinamos frente al espejo.
La casa de Isabel Bono, con su mesa en el centro de
todo, donde solo queda un rayo de luz sobre la libreta abierta, una taza fría y unas migas de
pan tostado que ignoran la muerte. La casa con sus ventanas abiertas para mirar por ellas un
exterior de cielos limpios, viejos cuarteles ruinosos y palmeras muertas; para mirar y sentir
cómo se oxida nuestra mirada sobre las cosas que nos rodean.
Se mete uno, mientras lo lee, en el andén aquietado por la luz, a la espera del tren de cercanías,
para poder así mirar a través de los cristales tintados de sus ventanillas la calma lenta y limpia
de la vida. O para inventar historias mientras se viaja, porque necesitamos historias. Pero en
ese tren de cercanías viaja también el dolor, el dolor que desconoce nuestros nombres y
coloca sanguijuelas en la espalda.
De vuelta a casa, tras sacudirnos la lluvia, creemos ver al fondo, sentada a la mesa, a Isabel
Bono que, con un dedo mojado en leche, escribe sobre el mantel, el poema y su reverso, la
luz y el desasosiego de estar vivos.
A Isabel Bono, la que, cuando está fuera y lejos, piensa en
su casa vacía, la que sabe que en el centro del universo hay una boca soñada, la que no tiene
miedo de la inmovilidad ni del silencio, la que no quiere ser nadie, la que no quiere ser nada.