¿De dónde la silenciosa tenacidad del iluso? Porque los tenaces hacen ruido, pero los ilusos comen solos y duermen a deshoras. El iluso se desliza por las calles los bares las camas, como si no buscara como si no quisiera encontrar. Aunque lo quiere todo, ya y para siempre.
¿De dónde ese soterrado y desmesurado afán de querer creer en algo del iluso? Porque los sindiós hacen ruido. Hasta tú, palabra miel, eres ruido recuerdo ahora, y decir por escrito desmesurado afán hace más ruido que un portazo de madrugada.
¿De dónde esta película-troyano que se instala en nosotros (como algunas ciudades) y nos empalidece a destiempo la sangre? No es una película es un estado de ánimo, dice uno de mis grillos amaestrados. Es un ectoplasma, le responde otro antes de ponerse a cantar.
Cuando menos te lo esperes (maldiciendo una cana frente al espejo, sacando punta a un lápiz o poniendo la mesa) se te aparecerá, se manifestará rompiendo los dos vasos que llevabas en la mano, y lo verás todo en tresdé sin necesidad de gafas siquiera.
El iluso parece que no mira, parece que no ve, parece que pasa por los escaparates de las librerías y de los cuerpos con una frivolidad obligada. Pero no. La mirada del iluso es la mirada punzante y perpleja de un halcón peregrino (porque la suerte del iluso es peregrinar) que sólo oteara por gusto, no por hambre. Esa misma mirada que ya vimos en Alexandre (el de La mamá y la puta, el mayor de los ilusos), ahora reencarnada en los ojos de Francesco Carril. Aunque eso es otra historia.