Ayer vi la primera mosca de la temporada. Era poco después del mediodía. Se posó en la mesa de la cocina. Empezó a moverse por aquí y por allá a su antojo. Las moscas tienen una insolencia natural. No me tenía ningún miedo. Y supongo que quería demostrármelo, porque se posó en mi mano tan tranquila. Como estaba un poco aburrido, me quedé mirándola un rato sin animadversión. Pensé: si la observas con afecto, incluso una simple mosca puede resultar atractiva. De repente, me sentí acompañado. Y se lo dije. Pero por supuesto no me respondió. Se limitó a darse un paseo entre las migas. Así que ya estáis aquí, le dije un poco después. Era una mosca normal, como las de siempre. Quizá algo más pequeña. ¿Te han enviado las demás a echar un vistazo, eres una exploradora?, le pregunté en buen tono. Y quiero pensar que me entendió porque volvió a posarse otra vez en la misma mano y a hacer exactamente lo mismo que antes. Entonces me acordé de lo que decía Baudelaire, eso de que las moscas son espías de los dioses. Yo no creo que lo sean. Ahora bien, tampoco puedo demostrarlo. Así que intenté mostrarme amable, es lo menos que podía hacer. Le hablé de nuestras preocupaciones sociales, del Osasuna, del coronavirus, de los derechos de autor de los escritores. También le dije que era martes de carnaval, por si le interesaba. Pero nada de todo eso parecía importarle. Apenas me miraba. Y si lo hacía, lo hacía de soslayo. Como diciendo: bah, tonterías. Sin embargo, cuando mencioné el nombre de Iturgaiz, cambió de actitud: se detuvo en seco y me miró fijamente. ¡Iturgaiz!, repetí. Entonces dio un respingo. Se me ocurrió enseñarle una foto de Iturgaiz en el móvil y fue fatal. Se volvió loca. Se estampó con tal violencia contra la pantalla que se quedó allí pegada. No había manera de despegarla. Me dio pena, pero hay cosas ante las que nada puedes hacer. Y lo mejor es admitirlo con deportividad.
Fernando Luis Chivite
El farolito, Diario de Noticias de Navarra, 26 febrero 2020.