naranjas

Para Susi Márquez

En málaga desalojaron el cementerio de San Miguel y construyeron bloques de nichos en Parcemasa, en las afueras, mucho más ordenados y limpios. Sólo les falta la piscina comunitaria.

El mío era San Miguel. El de mi abuelo, quiero decir. El día de los muertos era una fiesta. Mi madre alquilaba una escalera de madera gris, astillada, y se subía a cambiar las flores y a limpiar las letras hundidas en el mármol. Me gustaba sentarme en el banco de piedra porque la falda me dejaba los muslos aún más desnudos, y siempre me gustó el frío. Mi madre ese día se ponía pantalones para no enseñar los suyos. Desde allí arriba, de espaldas, me daba órdenes, vigílame el bolso, ve a por agua, no te manches, agárrame la escalera.

Yo creo que mi madre limpiaba más rato de la cuenta sólo para ganar a las otras mujeres, porque una losa de medio metro tampoco tiene tanto trabajo. Lo curioso es que en esa extraña competición ganaba la que terminaba la última.

Después nos sentábamos juntas en el banco de piedra, yo con mis muslos y ella con sus pantalones, y mirábamos a mi abuelo, su nombre.

Nunca he visto rosas en San Miguel, sólo naranjas, las naranjas más naranjas del mundo. Mi madre cogió unas cuántas y las puso en el frutero para adornar, mezcladas con uvas y manzanas de plástico. Me dijo que no dijera de dónde las había sacado, que tu padre es muy aprensivo, dijo. La casa olió a cementerio toda la noche.

A la mañana siguiente, cuando mi padre fue a comerse una, mi madre tuvo que decirle que eran amargas, de las que crecen en los árboles de la calle. Sólo sirven para hacer sopas cachorreñas, dijo, y me guiñó un ojo.