Una mesa. De repente el deseo imperioso de una mesa. Apoyar los antebrazos y unir las manos. Cualquier encuentro es mejor si hay una mesa. Por ejemplo, un peine sobre la mesa. Así empieza todo. Aparece con las manos mojadas envueltas en un trapo de cocina. Aparece y se ríe. Vamos a ver, dice. Vamos a ver. Los ojos cerrados, la melena al sol y sus manos de camomila desenredando tu melena oscura. El zumbido de las abejas el sol la madera de la silla tus hombros desnudos. Y esas manos sin ninguna prisa. Dedos rubios. Dilo. Camomila para echar la mañana, para ganarle unos metros a la oscuridad. Camomila para que huela a verano toda la casa. El verano en tu cabeza. Ese olor. La certeza de que la libertad huele a camomila. Libertad porque el futuro no existe, porque el futuro es ahora y será una siesta. Y las abejas ahí afuera y el sol ahí afuera. Y tú con el pelo sobre la almohada, húmedo y brillante, pero nunca rubio. Por más camomila y más dedos y más veranos, nunca rubio. Las persianas de madera empujando el calor hacia el jardín, alejándolo de las sábanas y de tu espalda desnuda. La radio puesta. A lo lejos una canción en un idioma que no entiendes. Los ojos cerrados y aquella canción. Canta.