Hay personas que se pasan la vida pretendiendo ser algo, ser alguien. Hay personas discretas, por no decir silenciosas, que son sin saberlo. O quizá lo sepan y les guste no hacer ruido. Ahí radica su elegancia. A esas personas las admiro profundamente, por eso entro en ellas como a una iglesia románica. Entrar es un decir. No me acerco a ellas, no me atrevo a acercarme a ellas.
Ayer, Ferran Fernández presentó su nuevo libro de poemas Teoría y práctica del funambulismo. Poemas escritos hace diez años. Así somos los dos, de guardar, de esperar. Por eso acepté acompañarlo más que presentarlo. A estas alturas no necesita presentación y estábamos entre amigos (abarrotando la librería Áncora), así que me dediqué a hacerle preguntas cual aprendiz de psicóloga o algo peor.
Charlábamos con Laura y Enrique antes de que llegara el ansiado público, cuando aparece un repartiror de Interflora. Oh, se ha equivocado de puerta, le dijimos. Librería áncora, lee. Oh, Ferran tiene una admiradora (o admirador), dijimos. ¿Isabel?, pregunta. Oh (y ya iban tres). Y es que no se puede decir nada en alto cuando hay personas sensibles, al quite y con memoria en una sala. Al parecer dije, en otra librería, que nunca me habían regalado flores en una presentación. Berni me hizo feliz, avergonzada y feliz (por ese orden).
Esto de las flores lo escribo porque hay cosas que si no las cuentas, después en tu casa, no sabes si han pasado de verdad.
Empezaron a llegar amigas y amigos de Ferran. Artistas a quienes conozco desde siempre y quizá solo haya saludado con un gesto desde lejos en todos estos años. Pero esta vez el espacio era pequeño y me atreví a decir, holamealegrodeverte y zampar dos besos a lo loco. Y en un arrebato de latimidezalaporra, le digo a Isabel Garnelo que me encanta su abrigo. Y al pasarle la mano por el brazo, zass, de repente una bañera, unos monitores, unas fotos.
Una exposición en una sala en un piso de la Plaza de la Merced, años 90, y yo paseando entre instalaciones y cuadros como si estuviera en un bosque. Y esa bañera ahí, llamándome por mi nombre, diciéndome flojito, ¿por qué no se te ocurrió a ti?, y las ganas de crear cosas hermosas, de pintar, de inventar, de dejar de escribir poemas lastimeros, las ganas de ser artista. Y de repente un niño, y de repente un nombre, ¿Helios?, Elío, me corrige, y de repente la timidez socavando algo ahí dentro, y no ser capaz de hablar con nadie de mi edad, y hablar con Elío aunque seguro que también era más artista que yo. Y quizá no se llame así y quizá no sea el hijo de Isabel y Chema, pero ese alud de recuerdos me trajo ese abrigo verde.
Y de repente aquellas exposiciones en el Colegio de Arquitectos, aquellas noches de cine de verano en el jardín (Corazonada con Elisa y Marcos). Y nunca acercarme a decirle a Tecla lo elegante que me parecía (el don de seguir siendo moderna llevando collar de perlas, oh) y lo bien que hacía su trabajo.
Y de repente Ferran con coleta, en otro cine de verano, la primera vez que recuerdo haber hablado con él, y el saber, como se saben algunas cosas, que seríamos amigos.
Alvarado, al que tampoco le he dicho nunca cuánto me gustan sus cuadros, habla de los amigos que han ido muriendo. Rodrigo Vivar, dice. Peinado, dice. Nombres que salen en las conversaciones de sobremesa en casa de mis padres, cuando mi padre cuenta que ya solo quedan Revello, Brinkmann y él (aunque mi padre sea pintor, como los físicos teóricos son a los físicos).
Ferran se dejo preguntar generosamente. Dos horas nos aguantaron.
Y a la salida Chema Lumbreras se me acerca y me da dos besos. Y yo me dejo de nuevo llevar por latimidezmásidiota y solo le digo gracias.
Todos los gracias deberían ser transparentes. Que dejaran ver lo que guardan. Por ejemplo: gracias por tus muñecos trepadores de cuerdas, por tus ratones con ropa, porque me provocaron un latir más fuerte y más rápido el corazón. Pero Chema se va y no le digo nada, ni le pregunto si de verdad su hijo se llama Elío, ni dónde compró su mujer ese abrigo verde.
Y Luis se fue sin poder darle un abrazo. Pero Laura y Maribel se quedaron. A Laura la nombre la Jeane Morris malagueña. Y Maribel me contó como Cumpián y ella se conocieron.
Escribo todo esto porque, ya digo, porque hay cosas que si no las cuentas, después en tu casa, no sabes si han pasado de verdad. Como el paseante de la editorial Luces de gálibo, que ahí sigue caminando, callandito.